viernes, 25 de marzo de 2011

A PABLO NERUDA

Parral, doce de julio
de mil novecientos cuatro.
Vienes al mundo sonriendo,
vienes al mundo llorando.
Llegas sin prisa, callado,
llegas como un solitario.

Fue Temuco el que te dió
su vaho de suelo mojado.
De árboles humedecidos,
¡árboles altos!
Y creciste allí, jugando
con un tren, con un silbato...

Aprendiste a caminar
en el andén de tu padre;
también aprendes a amar
a ese indio –que ignorante–
no sabe por qué lo explotan
y el rico bebe su sangre.

Nunca amaste el escuelismo
ni etiquetas de algodón.
¡Amaste tanto los libros,
la vida, el verso, el amor!
Más la vida te fue dando
gota a gota, su dolor.

Tu mano diestra e inquieta
juega con letra y papel:
canciones de amor despiertan,
¡tu obra empieza a crecer!
Poemas de amor que llegan
¡hasta el fondo de mi ser!

Poeta, vistes de negro,
llevas al mundo tu don;
tu equipaje sólo el viento
callado, lo conoció.
Tus versos van renaciendo,
¡llenan la tierra de sol!

Pero algunos no supieron
ver en ti todo el amor
que les ibas ofreciendo.
No quisieron ver la flor
que iba naciendo a tu paso,
que crecía con tu voz...

Santiago, mes de septiembre.
¡Día triste, amaneció!
Tu morada en Isla Negra
está desierta, sin sol.
Y tu cuerpo yace inmóvil:
¡nuestro poeta, murió!

Afuera, la lluvia fina
sobre la falda del cerro
cae, cual profuso llanto,
¡como si llorara el cielo!
Campesinos y estudiantes
dan su adiós al compañero.

En el cerro San Cristóbal
artistas y gente del pueblo
sólo repiten un nombre,
el nombre del compañero.
Y el eco enorme responde:
«¡Nuestro Neruda no ha muerto!»
(Chari, 4 de noviembre, 1986. Copyright © Library of Congress)

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